La revelación espiritual más importante que he aprendido desde que ingresé a los Jesuitas es que Dios nos llama a cada uno a ser quienes somos. "Para mi ser un santo significa que debo ser yo mismo," dijo Tomas Merton. En consecuencia, la santidad consiste en ser fiel a la persona que Dios creó. Es decir que ser santo significa ser tú verdaderamente. Y además de la vida de Jesús de Nazaret, el mejor ejemplo de esto se puede encontrar en las vidas de los santos.
En algún momento de sus vidas, cada santo se dio cuenta de que Dios lo estaba llamando a ser fiel de una forma particular. |
Sé que muchos lectores pueden quejarse (interior o exteriormente) cuando oigan esto. Porque lamentablemente, mucha gente considera que las vidas de los santos son leyendas demasiado piadosas y sumamente irrelevantes. Puede parecer casi imposible relacionarse con personas a quienes se conoce ante todo como estatuas de mármol o vitrales. Miras una estatua de, por ejemplo, Santa Teresa de Lisieux, la "Pequeña Flor," con su hábito de carmelita, con un ramo de rosas y mirando al cielo, y no es difícil pensar "¿Qué tiene que ver con mi vida?"
Pero es importante recordar que los santos eran seres humanos, lo que significa que pecaban (frecuentemente), dudaban (a veces), y se preguntaban si estaban haciendo lo correcto (más a menudo de lo que puedas pensar). Como todos, los santos luchaban para deshacerse de los vestigios de falsedad en sí mismos y llegar a ser quienes Dios quería que fuesen.
Quiero agregar que estoy usando el término santos en su significado más amplio: no simplemente para quienes han sido "canonizados" por la iglesia (es decir, oficialmente declarados santos y dignos de veneración pública), sino también para esos hombres y mujeres santos que pueden no haber sido aún reconocidos como tales. Pero el uso del término de esa manera tiene un antecedente distinguido. San Pablo, por ejemplo, usaba la misma palabra para referirse a sus primeros compañeros cristianos "A los santos que están en Éfeso," es el comienzo de una epístola (Efesios 1:1). "A la iglesia de Dios que está en Corinto," escribe en otra, "incluyendo a todos los santos hasta Acacia ..." (2 Corintios 1:1).
Vive el llamado a la santidad
En algún momento de sus vidas, cada santo se dio cuenta de que Dios lo estaba llamando a ser fiel de una forma particular. Cada santo fue puesto en situaciones y tiempos diferentes. Cada uno tenía una personalidad diferente y encaraba la vida de manera distinta. Y cada uno se relacionaba con Dios de modo ligeramente distinto. Sólo piensa en la asombrosa diversidad de santos. Y no quiero decir simplemente cuándo vivieron, lo que hicieron, dónde nacieron, o qué idiomas hablaban. Me refiero a algo más básico: quiénes eran y cómo vivieron su llamado a la santidad.
Algunos ejemplos: Si bien sus vidas estaban completamente arraigadas en Dios, la manera de encarar la vida de Tomas Merton no se parecía para nada a la de San Luis Gonzaga, un joven jesuita que vivió en la Roma del siglo XVI. Merton cuestionaba permanentemente su voto de estabilidad, su lugar en el monasterio, y su vocación como trapense, hasta el final de su vida. Luis Gonzaga, por el contrario, vástago de una familia noble, parecía haber sabido siempre precisamente lo que quería hacer--es decir, hacerse jesuita--desde la niñez. Siendo muy joven Luis tuvo que luchar tanto con su padre como con su hermano para convencerlos de que le permitiesen entrar al noviciado jesuita. Merton sólo tenía que luchar consigo mismo. La vocación de Merton siempre parecía vacilar. La de Luis nunca lo hizo.
O pensemos en Santa Teresa de Lisieux, la carmelita francesa, y Dorothy Day, apóstol americana de la justicia social y fundadora del Movimiento del Trabajador Católico. Teresa se dio cuenta de que Dios la había llamado a pasar su vida enclaustrada tras las paredes del convento, mientras Dorothy Day entendió que su invitación era para pasar su vida "afuera," trabajando entre los pobres en grandes ciudades. Cada una comprendió eso. Pero ambas apreciaron las formas de santidad que diferían de las suyas. Teresa, por ejemplo, admiraba a los misioneros católicos que trabajaban en Vietnam. Y Dorothy Day admiraba a Teresa.
El santo Papa Juan XXIII medita sobre esta idea en su libro Viaje de un Alma, el compendio de escritos autobiográficos que llevó desde el seminario casi hasta el momento de su muerte. En enero de 1907 escribió que debemos incorporar la "sustancia" de la vida de los santos a la nuestra. "Yo no soy San Luis, ni debo buscar la santidad de su manera particular." Ninguno de nosotros, continúa, debe ser una "representación seca y sin vida de un modelo, sin importar cuán perfecto sea éste." En cambio, escribía Juan, estamos llamados a seguir los ejemplos de los santos y aplicarlos a nuestras propias vidas.
"Si San Luis hubiera sido como yo," concluye, "hubiera sido santo de una manera diferente."
Santo de una forma diferente
El verdadero ser de cada uno es una creación singular de Dios, y el camino a la santidad es llegar a ser ese ser único que Dios desea que seamos.
¿Por qué llamaría Jesús a un recaudador de impuestos y a un fanático religioso a seguirlo y, entre su círculo más amplio de discípulos, a pecadores notorios? Una razón puede haber sido que Jesús vio la capacidad de cada discípulo para contribuir con algo único para la comunidad. La unidad de la iglesia, tanto entonces como ahora, abarca la diversidad. Como escribió San Pablo: "Ahora existe una variedad de dones, pero el mismo Espíritu ... A cada uno se da una manifestación del Espíritu para el bien común ... Porque así como el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, aunque son muchos, son un cuerpo, así es con Cristo" (1 Corintios 12:4, 7, 12).
Todos traemos algo único a la mesa y, mediante nuestros propios dones, cada uno de nosotros manifiesta una forma personal de santidad que anima a la comunidad mayor. Ayudamos a construir el "Reino de Dios" en formas que otros no pueden. La Madre Teresa captura esta revelación es su famosa frase: "Tú puedes hacer algo que yo no puedo. Yo puedo hacer algo que tú no puedes. Hagamos juntos algo hermoso para Dios."
Esta diversidad es una extensión natural del rol del simple deseo humano, cuyo lugar en la vida espiritual a menudo se pasa por alto. Dicho sencillamente, los santos tenían diferentes deseos, y esos deseos los condujeron a servir a Dios de formas diferentes. Dichos deseos afectaron no sólo lo que hicieron, sino en quiénes se convirtieron--sus verdaderos seres.
Estas inclinaciones naturales son formas en que Dios cumple con su trabajo en diversos lugares y de diversas maneras. Cuando yo estaba estudiando teología, nuestra comunidad jesuita tenía un pequeño póster colgado en la sala que ofrecía estos breves dichos sobre cuatro grandes fundadores de órdenes religiosas:
Benardus valles,
Colles Benedictus amavit,
Oppida Franciscus,
Magnas Ignatius urbes.
Es decir:
"Bernardo amaba los valles,
Benito las colinas,
Francisco los pueblitos,
e Ignacio las grandes ciudades."
Cada uno de estos cuatro santos encontró su hogar en un lugar adecuado a sus gustos y deseos y así fue llevado a lograr su propia tarea particular. Sus deseos individuales dieron forma a sus vocaciones. Ignacio de Loyola, por ejemplo, el fundador de los jesuitas, probablemente hubiera sentido que sus ambiciosos planes se bloqueaban en un pueblito. Y Francisco de Asís, el apóstol de los pobres, ¡seguramente se hubiera vuelto loco tratando de dirigir una orden religiosa grande desde una atareada oficina en Roma!
El deseo puede llevar a Dios
Dios despierta nuestras vocaciones ante todo a través de nuestros deseos. Un hombre y una mujer, por ejemplo, se unen en el amor a través del deseo y así descubren su vocación como pareja en matrimonio. A través del deseo un esposo y esposa crean un niño y descubren su vocación como padres de esta manera. El deseo funciona de forma similar en la vida de los santos, atrayéndolos a cierto tipo de trabajos, dando lugar a vocaciones especiales y conduciéndolos a estilos particulares de santidad. Henri Nouwen se hizo sacerdote porque lo deseaba. Teresa de Lisieux ingresó al convento porque lo deseaba. Dorothy Day entró a la Iglesia Católica porque lo deseaba. En última instancia, nuestros deseos más profundos nos conducen a Dios y al cumplimiento de los deseos de Dios para el mundo.
Esa revelación está implícita en uno de mis pasajes favoritos de La Montaña de Siete Pisos. Poco después de su conversión al catolicismo y su bautismo, Tomas Merton estaba hablando con su buen amigo Bob Lax. Merton le dice a su amigo que quiere ser un buen católico. "Lo que deberías decir," le responde su amigo, "es que quieres ser un santo." Merton cuenta el resto de la historia:
"¿Un santo? La idea me resultó un poco rara. Dije: "¿Cómo esperas que llegue a ser un santo?" "Deseándolo," dijo sencillamente Lax ..."
Todo lo que se necesita para ser un santo es desearlo. ¿No crees que Dios va a hacer de ti aquello para lo que te creó, si consientes en permitírselo? Todo lo que tienes que hacer es desearlo." "
Seguir estos deseos e inclinaciones individuales condujo a cada uno de los santos a un tipo de santidad distinto. Como dijo Tomás de Aquino, el gran teólogo del siglo XIII, la gracia supone la naturaleza. Ignacio de Loyola dio fin a una carrera militar en la España del siglo XVI para seguir a Dios, mientras Juana de Arco inició una en la Francia del siglo XV. Dorothy Day fundó un periódico para difundir el evangelio, mientras Bernadette Soubirous, la famosa visionaria de Lourdes, se sintió horrorizada ante la idea de publicar su historia en la prensa. Tomás de Aquino pasó su vida rodeado de libros, mientras Francisco de Asís les dijo a sus frailes que no tuviesen ni siquiera uno, para que no se volviesen demasiado orgullosos. La multiplicidad de deseos conduce a una multiplicidad de caminos hacia Dios.
(Este artículo es de VISION 2012.)
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